No sé en qué puto momento alguien se sintió con la licencia de inventar el (en)amor(arse). Ni por qué la gente se empeña en querer que otra persona sienta eso por ellos. Yo, con pocos años y la mayor inocencia que unos ojos pueden silenciar, firmo un contrato en el que se ahogue la posibilidad de que se enamoren de mí. Lo firmo. Aquí, o en Roma, y ahora. Con o sin testigos.
Firmo las ganas de quedarme conmigo.
Firmo que no se agote la magia de mis ojos.
(Rea)firmo echarme de menos de vez en cuando.
Y te invito a grabar tu tinta junto a mi garabato.
Celebremos que no hay prefijos ni sufijos en el amor.
Si alguien tuvo la valentía de gritar palabras en boca de nadie, yo tengo la fuerza de susurrar que nadie me diga la palabra amor disfrazada de adjetivo. Pueden hacerlo, pero no provocarán que mi boca compre tal declaración. No lo necesito. Ni creo en ello. Lo siento, pero ahora solo creo en los pronombres reflexivos. La reciprocidad siempre termina perdiendo en la prórroga. Jueguen el partido, les invito a sentir la putada de encajar un gol en el minuto 93.
Joder;
cómo escuece,
qué poco dura,
cuánto permanece.
En el acta de mi vida quiero una tarjeta roja por saltar límites, pero no me apetece tener una sanción por culpar al amor de lo que te pasa por pronunciar el adjetivo que me señala.
Por favor, no juegues con los pronombres, no pongas la tercera persona cuando solo hay hueco para la primera acompañada de un complemento tan precioso como unos Calvin Klein (o unas Calvin Klein). Piensa un poco, joder. Deja de creer que el amor es cantidad, y empieza por sentir que la calidad está en el amor por ti cuando estás con alguien.
Esto firmo. Un contrato que sentencie que alguien se enamore de sí cuando está conmigo -y se puede estar de muchas formas-, que nunca cambie la ese por una eme, que no escriba el pronombre ella; porque justo en ese momento el amor perderá su licencia...
y dejará de ser Roma al revés.