'Cada uno se define quizá por aquello que es capaz de sentir y vivir.' Definirse, un acto reflexivo tan complicado como arriesgado. Etiquetarse, un juego de locos capaz de poner paso prohibido en el laberinto del alma. Vivir deprisa, sin darnos cuenta de que es la mayor locura cometida sin amor. Sentir que entra en juego el estúpido sentimiento con más fuerza para hacernos evolucionar hacia el desencuentro más íntimo con nosotros mismos. Llega, se cuela en la partida, cuando tú solo tenías la misión de matar monstruitos para alcanzar el siguiente nivel. Y entonces, te das cuenta, de que estás en el videojuego más difícil de cualquier maquinita. La vida. Ese que se encuentra catalogado para 'mayores'. Aquel que todos los niños desean probar, por el que todos quieren crecer. Ninguno se da cuenta que es mejor saborear cada partida de los juegos para 'niños'. Porque los peores 'game over' llegan en el videojuego más difícil, en la vida. Decidir si tomárselo en serio o participar como si fuese el último partido de liga incapaz de cambiar la clasificación. Imagínense que gana la opción de darlo por perdido. Entonces toca irse, antes de que llegue el olvido impulsado por la rabia de no poder avanzar y acabar rendidos. Salir de esa partida prohibida y castigar el tiempo que vivimos en esa continuo nivel que nos recuerda una y otra vez que estamos perdidos. Llega el reencuentro. Esa jodida idea de volver a uno mismo, de levantar la cabeza y decir 'joder, vales más que todo lo que demuestras en cada partida'. Soltar el mando y dejar el juego en stand by. Hemos perdido la partida, sí. Seguimos atrapados en el mismo nivel, sí. Pero, ¿y qué? El juego seguirá estando ahí. Hasta que estemos preparados para volver. Hasta crecer, y no hablo de edades. Hasta volver a sentirse el protagonista y recuperar toda la vida perdida en cada 'game over'.
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